jueves, 18 de agosto de 2011

Mi homenaje a Juan Gabriel Vásquez


Estaba sentado en la barra del lugar mientras el cantinero fingía escuchar mis problemas de amor. Ya había perdido la cuenta de las cervezas y comencé a tomar whisky en las rocas. La falta de atención a mi relato la compensaba con la dedicación que empeñaba en buscar hielos sin huecos para que el sabor del Chivas 18 no se diluyera. Con eso me bastaba, o me tenía que bastar esa noche. Di un vistazo a los banquillos, nada decente, por lo que incliné de nuevo el vaso hasta el fondo y pedí otro trago, esta vez con menos hielos.

De pronto las cosas cambiaron. Su presencia fue molesta desde el primer segundo en que lo percibí. Las miradas de la gente alrededor no me permitieron poder hacer algo. Quería sacarlo, como fuera, desterrarlo aunque sabía muy bien que tiempo después, uno como él llegaría de nuevo. Era tan molesto como una astilla en el dedo, como escuchar a tu suegra hablar durante horas y no poderla callar. Así de irritado me tenía su presencia. Tenía que hacer algo, él ya no tenía que estar ahí.

Pasaron los minutos y de pronto lo olvidé. Continuó la noche, el alcohol corría y me hacía ver cada vez más bellas a las mujeres, en especial a esa gordibuena (no existe ese término más que con una buena cantidad de alcohol en la sangre) con la que ya había evitado intercambiar miradas minutos antes, pero a esas alturas podía pasar por alto su nariz de bruja y los dientes desviados. Se fue antes de que el alcohol me diera el valor. Mejor así, una gordita a esas horas de la noche me hubiera indigestado. No hubo suerte en toda la noche, si es acaso lo que se necesita para poder acostarte con alguien en esta ciudad.

Tambaleándome me fui al auto. Tomé los atajos para evitar alcoholímetros y fui bajando la velocidad donde ya sabía que estaban los radares. Llegué a casa, subí la escalera y me derrumbé en la cama, dejándole a lo que quedaba de mi consciencia la decisión de quitarme la ropa.

De pronto, antes del desmayo, lo recordé. Ahí estaba de nuevo, su molesta presencia en la intimidad de mi habitación. No había nadie alrededor, era el momento preciso y sin pensarlo hice lo que tanto anhelé horas antes. Se resistió, por poco lo pierdo, pero cuando estaba a punto de caer a un abismo inalcanzable, logré sacarlo y lo aventé lo más lejos que pude. En el silencio, sólo se escuchó un pequeño “tic”. El ruido de los mocos al caer.

¡Pinche mocote!

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